LA EUCARISTIA
ARQUIDICESIS DE VALENCIA
ESCUELA DE TEOLOGÍA PARA LAICOS
“Mons. Luis Eduardo Henríquez”
Cátedra: Documentos Paulinos
Valencia Edo. Carabobo
La Eucaristía según 1 Cor. 11,17-34
Lcdo. Heriberto Contreras
C.I. No. 6087997
Valencia, enero 2010
La Eucaristía según 1 Cor. 11,17-34
Este estudio de evangelio en 1 Corintios nos introduce en el misterio de Cristo: en la comunión, la entrega, la unión con él y con los hermanos, experimentando que todos formamos el cuerpo de Cristo, que los pobres son los miembros que hemos de cuidar con un amor y un esmero especial. El Espíritu es el que construye la unidad y derriba las fronteras de la división, para que la Eucaristía sea el memorial del Señor, el pan que une y alimenta todo el cuerpo de Cristo, la Iglesia.
1. Corinto
El apóstol Pablo no podía dejar de anunciar el Evangelio en Corinto. Arrasada por los romanos en 146 a.C., espléndidamente reconstruida cien años después y declarada capital de Grecia el año 27 a.C., fue repoblada sobre todo por negociantes italianos. Enseguida acudieron a establecerse en la ciudad gentes procedentes de todas partes; los judíos eran especialmente numerosos. Con dos buenos puertos Corinto constituía un punto privilegiado para las relaciones comerciales entre Asia y Europa. La prosperidad económica marcaba decisivamente la vida de la ciudad: la buena marcha de los negocios requería un elevado número de esclavos (se dice que eran el doble de los ciudadanos libres) y atraía a multitud de trabajadores sin cualificar; por otra parte, la heterogeneidad de los habitantes y el tránsito de viajeros favorecía la confluencia de culturas, la variedad de ofertas religiosas, la abundancia de demostraciones deportivas y diversiones...
A Corinto llegó Pablo alrededor del año 50 a predicar a habitantes de todas las naciones que se daban cita allí, a plantar el Evangelio en el corazón del paganismo: la locura de la cruz frente a la sabiduría del mundo; luego se iría concretando: la comunión en Jesucristo frente a las contiendas y rivalidades, la pertenencia al cuerpo de Cristo y la consagración a Dios frente a la idolatría, el materialismo y el hedonismo. Lo acogieron Áquila y Priscila, un matrimonio judío convertido al cristianismo. El rechazo que sufrió por parte de la mayoría de los judíos, le orientó hacia los esclavos y las capas más bajas de la sociedad. En año y medio se congregó una comunidad floreciente pero frágil a la vez: les costaba demasiado trabajo nadar contra corriente.
2. Una comunidad complicada
Ninguna otra comunidad le dio a san Pablo tantas preocupaciones y a ninguna otra atendió tanto con visitas, emisarios o intercambio epistolar. En la comunidad cristiana de Corinto se podían apreciar los mismos rasgos que caracterizaban a la sociedad. Quizá el rasgo más marcado era el de la división. Cada uno pretendía tener más razón que los demás al defender su propia doctrina, su escuela, su carisma o su comportamiento moral. Para corregir y sostener a la comunidad, que tiene que desarrollarse zarandeada por tantas rivalidades y desviaciones, en 1 Cor Pablo les propone, como referencia segura, no los alardes de su propia elocuencia o sabiduría sino la sabiduría revelada por Dios por medio de su Espíritu (cf 2,10), el Evangelio que les ha predicado haciéndoles nacer a la vida cristiana (cf 4,15), la tradición que él ha recibido y a su vez les transmite.
En el conflicto de la división entre los grupos de la comunidad (de Pablo, de Apolo, de Pedro, de Cristo) Pablo no se alía con ninguna de las facciones, no se deja atrapar por los juicios favorables o desfavorables que puedan hacer de él; se sitúa como ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios y así quiere ser considerado. “Ahora bien, lo que se exige a los administradores es que sean fieles... Quien me juzga es el Señor” (4,2.4). El conflicto se resuelve reconociendo que el Evangelio no es propiedad del predicador, sino de Cristo, quien confía la administración de su Evangelio, que al predicador, que ha de ser fiel.
Ante el grave caso de inmoralidad del que vive con su madrastra como si fuera su mujer, se opone, como a levadura vieja, a la postura tal vez más común entre los corintios, que ven en ello un acto de libertad, pero que de ningún modo puede ser compartida por los cristianos. “Suprimid la levadura vieja y sed masa nueva, como panes pascuales que sois, pues Cristo, que es nuestro cordero pascual, ha sido ya inmolado” (5,7). Nuestra liberación no tiene su origen en nuestra propia voluntad. Tampoco somos liberados porque sigamos el criterio de la mayoría. Quien nos libera es Cristo, muerto y resucitado. La liberación de la inmoralidad ocurre al reconocer que estamos unidos a Cristo, que es quien ha inaugurado la vida nueva, y al acoger esa unión con Cristo como un don.
Lo mismo pasa en la cuestión de los pleitos entre hermanos. Lo que arroja luz sobre el caso no es la conclusión que resulte de un debate ponderado entre expertos. Si los miembros de la comunidad de Corinto deben abstenerse de acudir a tribunales no cristianos y resolver los pleitos entre ellos es por el hecho, incontestable en la fe, de haber sido purificados, consagrados y salvados en nombre de Jesucristo, el Señor, y en el Espíritu de nuestro Dios (6,11). “¿Acaso no sabéis que son los creyentes quienes juzgarán al mundo?... ¿No sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?” (6,2.3).
Una vez más, contra la prostitución, Pablo no busca argumentos desde su propio pensamiento, por bien fundado que pudiera estar, sino en la sabiduría que ha recibido, en la novedad que realmente está aconteciendo desde Jesucristo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a usar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? ¡De ninguna manera! ... ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros? Ya no os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a buen precio; dad, pues, gloria a Dios con vuestro cuerpo” (6,15.19-20).
3. ¿Las divisiones van a misa?
En algunas ocasiones recurre Pablo con especial solemnidad a la tradición que se le ha transmitido y que él mismo transmite. Una de ellas es cuando tiene que corregir los abusos que, por lo que ha llegado a sus oídos, están profanando la cena eucarística (11,17-34).
En primer lugar, entre los que forman un solo cuerpo por participar de un único pan (cf 10,17), existen divisiones. No se trata aquí de los bandos de seguidores de Pablo o de Pedro o de Apolo dentro de la comunidad; no se trata de pleitos entre hermanos; tampoco de pugnas entre quienes alardean de haber recibido los mejores carismas. Es división entre ricos y pobres. Y se pone de manifiesto y se fomenta en la asamblea litúrgica. Efectivamente son reuniones que perjudican en lugar de aprovechar.
La Cena del Señor tenía lugar en el marco de un banquete fraterno en el que se compartían los alimentos que cada uno, según sus posibilidades, aportaba. Pero “cada cual empieza comiendo su propia cena” (11,21), sin esperarse unos a otros (cf 11,33). Empiezan antes los que antes llegan, es decir, seguramente los que tienen más tiempo y menos obligaciones. Los últimos en llegar son, al parecer, los que obligatoriamente tienen que cumplir con su trabajo antes de acudir a la reunión, los más pobres. “Así resulta que, mientras uno pasa hambre, otro se emborracha” (11,21).
Si, como aseguran los estudiosos, la sociedad de Corinto estaba fuertemente organizada por estratos, de modo que se relacionaban entre sí casi en exclusiva los que pertenecían a la misma clase social, es explicable que la fraternidad cristiana, que choca frontalmente con esa mentalidad común entre los corintios, encontrara dificultades para instaurarse; es explicable que en la comunidad cristiana se trataran más y comieran juntos los que, por cultura y sobre todo por tener dinero, se movían en los mismos ambientes. No sería extraño, por otra parte, que la reunión litúrgica se celebrara incluso en la vivienda de algún cristiano rico y que los más pudientes contribuyeran con más abundancia a la comida de todos. Su aportación les hacía tener la conciencia tranquila, aunque ellos tuvieran su propia cena de calidad superior e incluso tomada aparte. Sus criterios, compartidos por la mayoría de la sociedad, razonables, mundanos, les impedían reconocer cómo esas diferencias ponen de manifiesto la inferioridad de los pobres, humillan, destruyen las relaciones fraternas propias de la Iglesia, que nacen de comulgar el Cuerpo y la Sangre del Señor y se expresan en la comensalidad. “¿En tan poco tenéis la Iglesia de Dios, que no os importa avergonzar a los que no tienen nada”? (11,22).
El mal, ya se ve, no está en que no se observen los ritos. De eso san Pablo no dice nada. Lo que dice es que, cuando estos cristianos de Corinto se reúnen en asamblea, ya no es para comer la cena del Señor (cf 11,20).
4. La autoridad del Señor
Para corregir semejante situación no recurre san Pablo a normas disciplinares. Va mucho más al fondo: recuerda la tradición que ha recibido del Señor y que él a su vez les había transmitido cinco años atrás: “Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía. Así pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga” (11,23-26). Siendo así las cosas, la conducta de los que desprecian a los pobres en la comunidad de Corinto es una profanación del cuerpo del Señor.
La fuerza del argumento sólo se percibe si se comprende bien lo que significa “haced esto en memoria mía; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía”. Son palabras clave para los corintios y para nosotros.
a) El poder de la memoria
Es verdad que mientras el nombre de una persona es recordado, la persona, aunque haya muerto, no desaparece del todo. En la fe bíblica hay más (y otra cosa): si quien recuerda el nombre de una persona es Dios mismo, esa persona no perece jamás. Y al contrario: el castigo definitivo es “que no se mencione más su nombre” (Jr 11,19).
No está en nuestra mano conseguir que un acontecimiento dure para siempre o que se repita, por importante que haya sido para nosotros o por decisiva que haya sido su influencia en la orientación de nuestra vida. Se puede intentar que pase algo parecido, pero aquel mismo acontecimiento no puede volver a ocurrir.
De la entrega de Jesús y de su resurrección, por cuatro veces se dice en el Nuevo Testamento que es un acontecimiento único, que ocurrió de una vez para siempre. “En ese santuario entró Cristo de una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de toros, sino con su propia sangre, y así nos logró una redención eterna” (Heb 9,12; 7,27; 10,10; Rom 6,10). Y se dice más: que en su potencia abarca toda la historia humana.
Es cierto que Jesucristo murió una vez, y nunca más. Sin embargo, la muerte del Señor (y la salvación que instaura) es anunciada como un acontecimiento actual cada vez que comemos del pan eucarístico y bebemos del cáliz de la alianza. Es anunciada al “hacer memoria del Señor” hasta que él venga. Para Pablo y para los destinatarios de su carta, de acuerdo con la fe que profesan, hacer memoria es mucho más que tener presente o mantener vivo en el recuerdo a alguien, como cuando se guarda un minuto de silencio por un difunto; es hacer actual la presencia de Jesucristo en medio de la comunidad.
Cuando Dios recuerda su alianza, actúa en consecuencia. Cuando Dios se acuerda de su pueblo, es que lo visita con su presencia salvadora. Cuando Dios se acuerda de Ana, la que no tenía hijos, Ana concibe y da a luz un hijo, al que puso por nombre Samuel (cf 1 Sm 1,19-20). Para Dios, acordarse es actuar. Cuando el pueblo de Israel, por su parte, recuerda la alianza y hace presentes en el culto las grandes maravillas que Dios ha realizado a favor suyo, cada israelita las siente presentes para él, queda inserto en el acontecimiento que celebra. Para el pueblo de Dios, acordarse es vivir la alianza. El memorial que se celebra en el presente actualiza el pasado, que funda y alimenta el presente, y anticipa la plenitud futura.
b) Cada vez, ser entregado con Jesucristo, ser reunido con los hermanos en favor de los pobres
Cuando en la celebración litúrgica la comunidad reunida come del pan y bebe del cáliz, se hace actual para ella “la noche en que iba a ser entregado”. La comunidad acoge, como palabras que están siendo dirigidas a ella misma, las palabras del Señor: “Esto es mi cuerpo entregado por vosotros”. Y en esas palabras de aquella noche y en el gesto que acompañan, la comunidad entra en comunión con la vida que Jesús había vivido desviviéndose por los hermanos más débiles, y con la muerte que se estaba anticipando en los gestos y las palabras de aquella cena, en el partir y repartir el pan y en las palabras que realizan lo que dicen. Se hace presente, por tanto, la comunión de Jesús con sus discípulos. La muerte y resurrección se hacen contemporáneas a la comunidad que celebra; la comunidad entra realmente en el acontecimiento pascual; participando en él, ella misma muere y resucita a una vida nueva, entregada a Dios a favor de sus hijos más débiles. En el memorial del Señor, la comunidad bebe realmente, sacramentalmente, la copa que Jesús bebió, como había sido prometido a los hijos de Zebedeo, es bautizada con el bautismo con que Jesús fue bautizado (cf Mc 10,39).
Ahora bien, en la “cena del Señor” no sólo se actualiza la comunión de cada uno con Jesucristo, sino también la comunión fraterna entre los discípulos, que se funda en la comunión que todos tienen con él. Es una comunión en la que quedan implicados los distintos aspectos de la vida, y no sólo los “espirituales” o religiosos. Es una comunión celebrada y realmente vivida, litúrgica y profana a la vez, en el culto a Dios y en la ayuda mutua entre los hermanos. Entrar en comunión con Jesucristo es comulgar con él en el culto auténtico que él mismo ofrece al Padre, es participar en la entrega de su vida entregando la propia persona y los propios bienes en favor de los necesitados. La comunión eucarística implica atención concreta a los problemas de los miembros de la comunidad, hasta el punto de que el compartir los bienes con los necesitados, más que una consecuencia ética del culto por parte de quien desea ser coherente, es elemento constitutivo del acto de culto auténtico.
El vocabulario mismo que se usa en el Nuevo Testamento está indicando esta profunda unión interna entre comunión litúrgica y comunión de bienes. Koinonia designa tanto comensalidad como ayuda mutua; diakonia se refiere tanto al servicio a la mesa como a participar en la colecta y ayudar a los pobres.
c) El Espíritu nos hace recordar
Se comprende mejor cómo se actualiza la comunión con la vida, muerte y resurrección de Jesucristo y la comunión fraterna que ella genera, si se cae en la cuenta de cuál es la acción del Espíritu Santo.
En el capítulo 14 del evangelio según san Juan, Jesús habla a los discípulos de la unión con él, por el amor y el cumplimiento de sus mandatos, y de la unión con el Padre: “Os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo” (v 3); “el que me ve a mí, ve al Padre” (v 9), “comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros” (v 20), “el que me ama, se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él” (v 23). La unión de los discípulos con Jesús y con el Padre es obra del Espíritu Santo, que los discípulos conocen porque vive en ellos y está en ellos (cf v 17). Él explica bien todo lo que Jesús ha enseñado y hace que los discípulos recuerden sus palabras. Más aún: las palabras y los gestos de Jesús son más profunda y perfectamente comprendidos por los discípulos cuando se los explica y hace recordar el Espíritu Santo, que cuando ellos mismos escuchaban y veían a Jesús. “Os he dicho todo esto mientras estoy con vosotros, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo” (Jn 14,25-26).
Esto no significa simplemente que el Espíritu Santo impide que se olviden las cosas, sino que hace comprender el sentido de las cosas que estaba oculto antes de la resurrección de Jesús, y permite interpretarlo más profundamente. Avivada por el Espíritu, la memoria se despierta y se ilumina. En la comunidad de discípulos, “instruida” por el Espíritu Santo, resuenan siempre de nuevo, y como nuevas, las palabras de Jesús y sus gestos se actualizan en sus vidas de forma creativa.
Por la acción del Espíritu Santo, que hace recordar a los discípulos todas las acciones y palabras de Jesús y su sentido profundo, que les hace revivir la última cena, que hace actual para ellos la entrega del Señor en el Pan partido y en la Sangre derramada, se hace realidad la profunda comunión fraterna que nace de la unión con Jesús. Como pedimos en las plegarias eucarísticas, el Espíritu Santo congrega en la unidad a cuantos participan del Cuerpo y Sangre de Cristo; el Espíritu Santo hace que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, formemos un solo cuerpo y un solo espíritu.
La acción del Espíritu Santo inserta, además, la comunión en una tensión entre el presente y el futuro. Lo declara san Pablo en su carta: “Así pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga” (1 Cor 11,26). El mandato de Jesús de repartir el pan y compartir el cáliz, como él lo había hecho –haced esto en memoria mía-, no significa, al parecer, que él quisiera mantener vivo su recuerdo en la comunidad (que la comunidad no le olvide a él); cada vez son más los teólogos que piensan que se trata más bien de hacerlo para que no le olvide Dios a él, para que, por la entrega de su vida, Dios se digne realizar pronto la reunión de sus hijos dispersos, la consumación de la comunión de todos en él.
5. Comer el pan o beber el cáliz indignamente
“Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, se hace culpable de profanar el cuerpo del Señor. Examínese, pues, cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propio castigo” (11,27-29). Lo que resulta profanado no es sólo el “cuerpo eucarístico” del Señor, sino su “cuerpo verdadero” que es la comunidad misma, como lo declara san Pablo en el capítulo siguiente de la carta: “Vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro” (12,27).
La indignidad de los cristianos de Corinto consiste en que con sus divisiones contradicen abiertamente la comunión sacramental -¡y real!- que opera el Espíritu Santo en quienes participan en la celebración eucarística. Se empeñan en permanecer divididos, al mismo tiempo que pretenden celebrar la Cena del Señor que hace de ellos un solo cuerpo: el de Cristo. Dicen sí y no al mismo tiempo; por eso es una burla.
No es cuestión de normas disciplinares, ni de meros ritos. Es cuestión de fe, de acoger la vida entregada de Jesucristo y su resurrección, como fuente de salvación. Lo decisivo es dejarse purificar de las propias pretensiones individualistas, y dejarse reunir con los hermanos y hermanas para formar juntos un solo cuerpo, dejarse consagrar por el Espíritu Santo para formar el cuerpo de Cristo. Quien se niega a la fe en Jesucristo, quien no se deja reunir ni consagrar como cuerpo de Cristo, come y bebe su propio castigo profanando la cena del Señor. Quienes, habiendo sido llamados, se sustraen por la razón que sea a la comunión, quedan sometidos al individualismo egoísta, al fracaso de una vida en solitario, a la destrucción de la persona, creada para el amor.
6 Algunas consecuencias para nuestra vida.
Al leer y meditar este texto de san Pablo aparecen con más claridad algunos rasgos de la vida cristiana que merecería la pena reflexionar con atención.
Jesucristo es un don -para mí, para la Iglesia de la que soy miembro, para el mundo, al que soy enviado- que se renueva cada día en la celebración eucarística. Todo lo que él es, se hace presente en la eucaristía entregándose e invitando a la Iglesia que celebra a unirse a él en la entrega de la vida para reunir a todos.
“Tomad y comed, esto es mi cuerpo” es una invitación real, es, más aún, una provocación que pone a prueba la fe. Cada vez que son pronunciadas, obligan a responder –o no- “Amén”.
Es un don que transforma. Quien responde “Amén” a todo lo que significa la eucaristía, es arrancado una vez más de sus posiciones para ser incorporado un poco más al verdadero Cuerpo de Cristo, que es la familia que Dios se está reuniendo. Quien entra en comunión con Jesucristo, como miembro de su cuerpo, es enviado, entregado, al mundo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16).
Los hermanos también son un don. No los seleccionamos por afinidad psicológica o ideológica, o por sus cualidades que nos pueden beneficiar. Mis hermanos y hermanas son los que Dios me da, los que conmigo están siendo convocados, reunidos, incorporados al cuerpo de Cristo.
El servicio a los pobres. En la familia de Dios –en la que ya está reunida y en la que aún está por reunir- algunos hermanos, por ser más débiles, precisan más atención: “Los miembros del cuerpo que consideramos más débiles son los más necesarios, y a los que consideramos menos nobles, los rodeamos de especial cuidado” (1 Cor 12,22-23). La vocación cristiana a servir a los pobres no nace simplemente de la sensibilidad que cada uno pueda tener respecto de los problemas sociales que conoce y analiza, sino de esa manera de mirar y valorar y actuar que el Espíritu Santo da a quienes se van incorporando al cuerpo de Cristo.
La celebración de la eucaristía no es un puro rito ni un acto de piedad en los que la comunidad o el sacerdote sea el sujeto protagonista. El protagonista es el Señor resucitado que, por obra del Espíritu Santo, hace actual para la Iglesia su muerte y resurrección, la convoca, la reúne y la envía. El ministro no es el dueño de la eucaristía; es precisamente eso: ministro, servidor, encargado de que se cumpla el mandato del Señor “haced esto en memoria mía”, para que la Iglesia pueda ser convocada y enviada cada vez.
El discernimiento que hace el Espíritu:“Si nos hiciésemos la debida autocrítica, no seríamos condenados. De cualquier manera, el Señor, al castigarnos, nos corrige para que no seamos condenados junto con el mundo” (1 Cor 11,31-32). Ciertamente necesitamos: la autocrítica y la corrección misericordiosa del Señor.