¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo explorar el misterio de su íntima unión espiritual? De todos modos el hecho es elocuente. Es evidente que en aquel hecho se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión, el nuevo sentido de la maternidad de María. Tiene un significado que no está contenido exclusivamente en las palabras de Jesús y en los diferentes episodios citados por los Sinópticos (Lc 11, 27-28; 8, 19-21; Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35). En estos textos Jesús intenta contraponer sobre todo la maternidad, resultante del hecho mismo del nacimiento, a lo que esta “maternidad” (al igual que la “fraternidad”) debe ser en la dimensión del Reino de Dios, en el campo salvífico de la paternidad de Dios. En el texto joánico, por el contrario, se delinea en la descripción del hecho de Caná lo que concretamente se manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no únicamente según la carne, o sea la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades. En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de poca importancia “No tienen vino”). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone “en medio”, o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien “tiene el derecho de”- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María “intercede” por los hombres. No sólo: como Madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida. Precisamente como había predicho del Mesías el Profeta Isaías en el conocido texto, al que Jesús se ha referido ante sus conciudadanos de Nazaret “Para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos ...” (cf. Lc 4, 18).
 
Otro elemento esencial de esta función materna de María se encuentra en las palabras dirigidas a los criados: “Haced lo que él os diga”. La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse. para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a “su hora”. En Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera “señal” y contribuye a suscitar la fe de los discípulos [4].
 
 
Resumen
 
Pese a lo que, con un análisis puramente superficial, algunos quieren interpretar de lo escrito en Mt 12,46-49 y Lc 11,27-28, podemos ver que -como todo lo que dice Jesús- su enseñanza es profunda y para comprenderla es necesario hacer un razonamiento más meticuloso y profundo.
 
Vemos que:
 
Jesús nunca repudió a la Virgen, su Madre, en esas citas, antes bien la ensalza de la manera que Dios suele hacer a quienes ama.
 
Quien sigue el ejemplo de María encuentra la fe que está buscando.
 
De haber repudiado a su Madre, hubiera cometido pecado, algo totalmente incompatible con la naturaleza divina y con lo que él mismo nos vino a enseñar (Lc 18,18-20).
 
¿Qué hay detrás de quienes afirman que Jesús repudió a la Virgen? Eso tan sólo Dios lo sabe, a nosotros nos toca simplemente ser luz del mundo (Mateo 5, 14) para guiar a quien ha perdido el camino.
 
María Madre de la Iglesia
 
Ruega por nosotros.
 
 
___________________________________________
 
NOTAS:
 
[1] #20, Encíclica "Redemptoris Mater" - Juan Pablo II - 25 de marzo de 1987
 
[2] Foros de Catholic.net
 
[3] Encuentra.com
 
[4] # 21 Encíclica "Redemptoris Mater" - Juan Pablo II - 25 de marzo de 1987